sábado, 12 de mayo de 2007

Sangre y orina

Cuando Ernie Loquasto abrió las puertas del Savoy, soñaba con una clientela distinguida, gentes de la alta sociedad que únicamente torcían el gesto al encontrar muy seco su Dry Martini. Años después era él quien torcía el gesto al ver desfilar por su local a esa clase de tipos que sólo celebran el día de la madre cuando cae en miércoles y que siempre son capaces de ver el lado bueno de un balazo a quemarropa. Siendo sinceros, los tipos que cada noche llenan el local de Ernie no suelen ser del tipo de gente que cambia mucho, ni de bar, ni de agente de la condicional y, quizá por eso, la clientela se mantiene tan fiel como el terciopelo que oscurece las paredes. Tal y como lo definió el periodista del Clarion Chester Newman en un brillante artículo, el Savoy es ese tipo de lugares donde el barman, con infinita elegancia, deja sobre la mesa un whisky, el teléfono del sepulturero de guardia y la dirección de la salida trasera más próxima.

Los chicos del Savoy no son de mucho hablar y es normal pasarse las noches sentado, bebiendo y sin despegar los labios, excepto para sentir el frío saludo del licor mientras adormece la garganta y embota el cerebro, pero ni es esa situación, con el calor seco que deja el último bourbon, es normal ver a alguien hacer un comentario. Por eso Jack Sullivan, Sully, nos dejó perplejos una noche del 76 cuando comenzó a hablar en voz alta, sentado en un taburete de la barra, departiendo tranquilamente con alguien situado un palmo más allá de su mirada perdida. Sully había sido teniente en Omaha Beach y, por lo visto, eligió aquella noche de febrero para contar todo cuanto recordaba del desembarco y del miedo que nos hace a todos iguales, mientras se trasegaba reposadamente su whisky sin hielo y justo antes de caer desplomado sobre la barra, víctima de un aneurisma.

Nadie acudió al entierro porque a Sully no le habría gustado, pero durante la copa de despedida en el Savoy, Chester Newman, quien había cubierto el desembarco, dijo que el relato del difunto era tan real que, tras cinco bourbon, la saliva aún le sabía a esa mezcla de sangre y orina tan típica de la costa norte francesa y sentía ese extraño hormigueo en las piernas que le anunciaban que era hora de volver a correr los cien metros lisos, como antaño, frente a las ametralladoras, en aquella barraca de feria con arena, donde a cada infante se le daba, antes del desembarco, la extremaunción y el dorsal con su número de féretro.

Algunos años después, hablando con Al de Sully durante una pegajosa madrugada de verano, Al me miró fijamente y me dijo, muchacho, puede que Sully terminase sus días tratando de levantar la barbilla del barro entre copa y copa, pero nadie corría más rápido que él y en la playa, en aquella picadora de carne y metal amenizada con música de Wagner, maldita sea, Sully dejó atrás a su propio miedo y su sombra le perdió de vista durante media hora, en cuanto media docena de balas del calibre cincuenta y dos silbaron junto a su cabeza, anunciandoles la cena a los buitres de St. Laurent sur Mer.


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Escrito por: n1mh


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martes, 8 de mayo de 2007

Gente del Savoy

Eché una ojeada a mi alrededor y vi a los otros perdedores que se arrastraban por el club: Tras la barra, Ernie existía desde que él mismo creó el oficio de camarero. Se dice que fue Ernie el que sirvió la última cena. Era ante todo un profesional como la copa de un pino. Un día entró un atracador y entre golpe y golpe Ernie le ofreció una copa y le dio palique. Un profesional. Era la persona a la que todo el mundo vomitaba su miseria y él la aceptaba estoicamente, y la recordaba. Usaba lo que sabía de otros para aconsejar a los clientes. Nunca dijo nada de su propia vida. Lo sabía todo de todos, menos su propia dirección, sexo y estado civil.

Jack, con tanto humo dentro como fuera, cansado de batallar y con una filosofía de la vida que cabría en una servilleta. Cuando Jack abría la boca para escupir su opinión (muchas veces pienso que Jack no tenía opinión, sino sentencia) todos los que le conocíamos cerrábamos la nuestra, por miedo a que sus palabras llegaran al cerebro sin diluir y morir de una sobredosis. Era un perdedor entre los perdedores. A Jack le habían llegado a quitar hasta lo bailado, y varias veces. Se intentó suicidar varias veces sin conseguirlo. Decía que el sino de un perdedor como él era perder hasta con la muerte.

Elle estaba sentada fumando. Era la típica mujer capaz de pedirte la luna para usarla simplemente como cenicero. De pechos generosos, pelo rubio, pequeña estatura, sonrisa amable y mohín de niña buena que sacaba solo cuando quería algo de tí, era una niña mimada y ácida que usaba los limones para endulzar el café. Elle ignoraba su propio cinismo: te destrozaba verbalmente para después preguntarte si querías acostarte con ella y acto seguido recriminarte el hecho de no habérselo preguntado tú. Era una mujer tan compleja que para pedirle la hora necesitabas saber resolver ecuaciones diferenciales. Nadie sabía muy bien en que trabajaba. En general, muchas cosas de ella eran oscuras y desconocidas.

Junto a Elle estaba sentada Suzzy. Suzzy era puta. Se podría decir más fino, pero entonces no estaríamos hablando de Suzzy. Era puta por ocio y por negocio. Tal y como ella solía decir: "La comadrona tuvo problemas para sacarme porque ya venía con las piernas abiertas". Se acostaba con cualquiera por dinero y con todos por placer. Yo también estuve entre sus piernas (de hecho creo que toda la ciudad estuvo entre sus piernas) y puedo decir que realmente era una profesional del sexo. Tras pasar por sus manos sabías que te habían hecho un buen repaso, y que tendrías agujetas hasta en las pestañas durante 3 semanas. Pero además era una persona divertida y alegre. Nadie entendía qué hacía ella en el Savoy. Sus risas (habituales) sonaban casi como una blasfemia en el templo del Dios de los amargados del Savoy. Estar con ella te garantizaba una noche de deporte extremo en la cama y una sesión del club de la comedia.



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Escrito por: Folixeru


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martes, 1 de mayo de 2007

Primavera accidental

Aquella noche recién entrada la primavera hubo ciertos “malentendidos” en el Savoy, como todos los cambios de estación, no es que se notase en el ambiente, ya que el invierno había decidido quedarse después de aquel corto Otoño del 54 coincidiendo con el despido de Henry el limpiador de cristales. Sino que se lo pregunten a Lorraine, que alargaba siempre el numerito de Papa Noel hasta mediados de Abril, decía que ese vestuario abrigaba más, desde luego era indiscutible que ese traje de papa Noel compuesto de tanga, liguero, gorrito y un bourbon doble con dos analgésicos era el más adecuado que tenían las chicas para el invierno.

Lo que ocurre es que cuando un sitio es frecuentado por tipos con pies de nitroglicerina y puños inquietos, cualquier pequeño cambio en esa composición a partes iguales de sangre, alcohol y rencor que corre por sus venas, solo puede terminar en accidente.

Aquella noche Al había decidido ser él mismo y había abandonado el camuflaje de su smoking y lazo al cuello, tardó 30 segundos y 3 whiskys en darse cuenta del error. Recuerdo que 3 whiskys más tarde se acercó y me dijo: “Muchacho, me gustaría decirte que aún estás a tiempo de cambiar pero te mentiría, ya perteneces al selecto club de los que tenemos que saltar para tocar fondo”. Al tenía razón, al fin y al cabo lo más destacado que había hecho en mi vida había sido dejar alcohólicos anónimos. Lo cierto es que no fue fácil, recaí tres veces, aunque confiaba que ésta sería la definitiva.
Cuando el sustituto de Larry el pianista (éste se había tomado seis meses y 1 día de descanso, Larry dijo que era Artritis contradiciendo así las palabras del juez) dejó de atormentar al piano y a la clientela a partes iguales, se acercó a la barra y le pidió a Ernie un soda, tenía una mirada cobarde, la mirada de un tipo que sabe que acaba de cometer un crimen y ha sido pillado in fraganti, y muchacho te juro que tocar el piano de aquella manera era delito en varios estados.

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Escrito por: El guaje


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