lunes, 19 de noviembre de 2007

Cortesías navideñas

El Savoy es uno de esos sitios donde la Navidad pasa desapercibida, como un tachón en la lista de chimeneas a visitar por Santa Claus. Los muchachos lo saben y por eso no le echan nada en cara al viejo gordinflón si, en vez de recibir una tableta de turrón rancia, la suerte les premia con la pedrea de un balazo a quemarropa.

La última Navidad que disfrutamos como tal, fue la del 79. Recuerdo a un joven llamado Enrico Lambreta que, vestido de Papá Noel, se paseaba entre las mesas dejando regalos a los muchachos. Lambreta había llegado hacía apenas año y medio a la ciudad, procedente de Calabria y era un tipo impulsivo, que reía como si tuviese ataques de tos y en cuyas manos una caricia tenía mal cobijo. ¡Diablos, muchacho!, se notaba en su cara el aire seco y frío de las tristes mañanas de Calabria.

En aquel año y poco, Enrico había prosperado, se había hecho un hueco en la familia y había podido dar un par de buenos golpes. Cosas hechas, sin un muerto de más, decía cuando se le preguntaba. Lo cierto es que cualquier habría matado por estar en el lugar de Lambreta aquel par de noches, en que se llevó a casa un par de sacas de banco repletas de esfinges de presidentes muertos.

Aquella Nochebuena se puso barba y peluca canos, se metió un almohadón en los pantalones y se ciñó un traje rojo que apestaba a naftalina y Jack Daniel's. ¡Dios Santo muchacho!, nadie habría estado más fuera de lugar que ese Santa Claus ni si le hubiese disparado a las palomas que adornan la fachada de la comisaría. Le pidió a Ernie que pusiese música acorde al momento y se paseó entre las mesas tirando de un saco de terciopelo rojo. Se creía Robin Hood convirtiendo presidentes muertos en regalos, comentó al día siguiente Chester Newman, en su columna del Clarion, junto a la esquela de Labreta y la noticia del óbito en la sección de sucesos.

El viejo Chester afirmaba en la columna que Lambreta depositó confiadamente una caja en la mesa de Rolstof, un ganster ruso violento como un pedo en un coro que, sin mediar palabra, le descerrajó el cargador de su Beretta y se sentó a terminar el cigarrillo. El mundo se hizo silencio, alguna corista lloraba y Rolstof seguía mirando, impertérrito el escenario donde hasta un instante Terry Shelton trataba de no atragantarse con la letra de una canción de Navidad.

Al detective Fuller le confesó bajo coacción, que le había parecido una falta de respeto regalarle una cruz de latón a un judio confeso como él. Las doce balas siguientes las consideró una cortesía navideña.


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