miércoles, 26 de diciembre de 2007

Desidia

Llegué al Savoy esperando de la noche no acabar con una bala en la sesera o casado y 3 hijos. Allí estaba Walter. Hacía casi 7 años que no se dejaba caer por su escaño en el Savoy. Su estampa tenía el espíritu de quien había cruzado el desierto para darse cuenta al llegar de que se había dejado las llaves de casa en el otro pantalón. Estaba derrumbado en el taburete de la barra, sobreviviendo encima de un vaso de Vodka polaco (Walter solo bebía Vodka polaco muy frío, decía que así se le enfriaba el infierno que le consumía). Ernie estaba, tan profesional como era de esperar, recibiendo estoicamente el vómito que supuraba Walter en cada una de sus palabras.

Su jefe le había echado del trabajo. Su jefe, que para dar los buenos días lo primero que hacía era defecar, entre gritos, en los progenitores del que tenía delante. Se trataba de un burro que había escalado lo suficiente para tener su propia franquicia de estupidez. Y la bordaba. A su mando tenía un grupo de esclavos a tiempo parcial a los que gritaba día sí, hora también. Su principal distracción consistía en vocear órdenes contradictorias continuamente y flagelarte si cumplías o no alguna de ellas.

"El inicio en este trabajo había sido prometedor: gran responsabilidad, grandes beneficios, grandes proyectos. Muy interesante." Decía Walter. "Pero al cabo de pocos meses ya estaba tan quemado que para ofrecer algo parecido a una sonrisa me tenía que pinchar un huevo con un compás. Todo eran grandes marrones, ningún beneficio, una mierda de proyecto."

Ernie le preguntó el por qué de continuar aguantando mecha. Walter, cada vez más hundido en su vaso de Vodka polaco (ya apenas sacaba la nariz para respirar) le contó que cada pocos meses el gran jefe le vendía una Kawasaki o una Yamaha (incluso alguna vez le ofreció motos más grandes). Y Walter la compraba "posiblemente para huir de la mierda de realidad que veía". Compraba una falsa seguridad que su jefe le vendía al precio del oro. Y Walter compraba. Walter siempre compraba. "Tenía que haber hablado con alguno de los chicos para que le dieran un saludo del 38 y acabar con el problema, pero, francamente, me resultaba un esfuerzo demasiado grande. Mi desidia era total".

Ayer el jefe descubrió que el departamento no le daba los beneficios que él esperaba. Se vistió con sus mejores galas y los más floreados argumentos y los mandó a todos a tomar por culo. "Y cerrarme la puerta al salir."

"Ahora nadie quiere venderme más motos (al precio que sea), estoy en el puto paro, especializado en un trabajo que dejó de hacerse manualmente hace 30 años, y con la sensación de que me han estado dando por el culo durante mucho tiempo y encima me descontaban la vaselina de la nómina."

Ernie le apuntó un teléfono en una sucia servilleta y, entre la cortina generada por el cigarro que fumaba, le puso el epitafio a la lápida que cargaba: "Un cambio de trabajo siempre conlleva un esfuerzo. Es duro dejar de cagarse en un jefe para mentar a la puta madre de otro."

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Escrito por: Folixeru


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miércoles, 19 de diciembre de 2007

Peor sobrio que mal acompañado...

¡Maldita sea muchacho!, la esperanza de vida en el pueblo que nací era tan baja en aquella época que mi padre en lugar de una partida de nacimiento me escribió un epitafio, me confesaba Ernie Loquasto al calor de un mal paquete de tabaco rubio y un whisky que a duras penas le hacía sombra.
No era la primera vez que Ernie se asinceraba conmigo y los muchachos, respecto a su infancia. Recuerdo oirle tiempo atrás comentarnos que lo único que sacó positivo de su padre fue que aprendió un oficio. Lo cierto es que Ernie con 11 años ya había pasado más de la mitad de su vida intentando sacar a su padre de tuburios poco apropiados para un niño y la el resto jugando al otro lado de la barra haciendo tiempo mientras su padre, peleaba sin perder nunca la cara en el ranking de borrachos de la ciudad.

Quizás, gracias a esos recuerdos, Ernie permitia aún la entrada a John Della Scafa. El viejo John había acudido al Savoy ininterrupidamente desde 1958 todos los días y ni una sola vez se permitió el lujo de irse sobrio a casa. Cuentan las malas lenguas que hace más de dos años que solo bebe a credito, lo cierto es que hace más de dos años que se terminó la última botella de Whisky. Ernie dice que el viejo John ya tiene tanto alcohol en la lengua, que es suficiente el contacto con un vaso de agua.

Que pena muchacho, recuerdo la primera vez que Al me presentó al viejo John Della Scafa. Era un tipo distingido, con cierto aire chic, no en vano su madre era francesa y puta, algo demasiado glamuroso para la america de aquellos años de la depresión. Su padre era de Kentucky, el resultado estaba claro, padres separados durante un embarazado de ocho meses y un dia, y un hijo, candidato a tirar la vida en un retrete entre alcohol, tabaco malo y unas deudas.

No todo fue malo en la vida del viejo John, siempre cuenta la anecdota, de cierta vez que sobrio fuera de horas, conoció a una chica francesa a la que cortejó más de tres años, contaba que habían sido los tres mejores años de su vida, lastima que ella le hiciera elegir entre la bebiday ella. El razonamiento era claro para el viejo John: "Muchacho, era una mujer increible, pero jamas hubiera podido aguantarla sobrio".

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Escrito por: El guaje


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martes, 18 de diciembre de 2007

quince incómodos silencios

Casi todos mis conocidos piensan que el Savoy es uno de esos lugares donde es mejor no perderse, un tugurio lóbrego y gris donde la esperanza de vida de sus habitantes es tan sólo de tres martinis y un bourbon sin hielo. Quizá por eso siguen siendo sólo conocidos. Estoy de acuerdo con el viejo columnista del Clarion, Chester Newman, en que al local de Ernie Loquasto le hace falta cambiar de estilista y, sobre todo, de barman. Hoy en día es dificil encontrar a esa mezcla de camarero y confidente, en cuyas manos parece que Dios haya aprendido a destilar whisky de las piedras.

El Savoy no fue siempre un sitio donde las bombillas no consiguen romper la maraña de humo y aire a medio respirar sino que, como otros locales hoy decadentes, tuvo un glorioso pasado. Eran los días del Charleston y alcohol de contrabando. Las parejas almibaraban la pista de baile con sus sucios contoneos y los ganster de guante blanco poblaban la barra con el gesto de quien cada noche buceaba entre las enaguas de las coristas. Cuentan las crónicas de un imberbe Chester Newman que el besugo subía nadando por las cañerías que daban al Hudson y que la policía hacía las redadas en uniforme de gala y formación de a cuatro. Eran buenos tiempos, muchacho, y nunca volverán. Al suele rememorar esa época con la misma mirada astigmática que cuando habla de Lorraine Webster y termina moviendo la cabeza para desterrar ecos de tiempos pasados.

En el local de Ernie hace años que sólo paran esa clase de tipos que vuelve a casa desde el trabajo, arrastrando los pies como si llevase en ellos el suficiente cemento para convertirse en coral y adornar el lecho del rio. El último tipo que vimos así, estuvo pasando todas las noches durante tres semanas seguidas y dejó el taburete petrificado. Era un tipo áspero, seco y cuya frase más larga estuvo compuesta de dos síes, un no, un balazo a quemarropa y quince incómodos silencios.


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sábado, 1 de diciembre de 2007

Escenas de riesgo

¡Joder, muchacho! La mayoría de los tipos que ves por aquí bucean a diario entre la mugre de la sociedad. Algunos ni tan siquiera recuerdan cuando fue la última vez que sonrieron sin estar en una rueda de reconocimiento. Al eligió aquella noche para confesarse conmigo y estaba inusualmente hablador. Son, muchacho, los tipos como estos los que doblaban al coyote en las escenas de riesgo, un instante antes de que se rompa la roca al borde del acantilado o la bomba esté a punto de estallar. El director dice ¡Corten! y ponen a uno de los muchachos. Luego todo vuela por los aires. Al se reía al imaginar la escena.

En ese lado sórdido y ruín es donde ciertas personas se sienten como en casa y Dick Bandy era uno de ellos. El bueno de Dick malvivía con trabajos esporádicos hasta que Ernie lo contrató para que limpiase las mesas después de cada pelea. Al me dijo que tenían un acuerdo, que el jefe se quedaba con el plomo y las armas de las refriegas y Bandy, a cambio, vendía al peso el marfil de los dientes rotos.

Era un tipo sencillo, que llevaba el dinero justo para dejar a deber la última copa, el taxi hasta el cementerio y las tres paladas postreras del enterrador. Supongo que hay personas que no superan la muerte de su hamster y Dick, ¡maldita sea!, no pudo continuar sintiendo el peso de un billete de veinte púlcramente doblado en el bolsillo de su pantalón. La última vez que lo vimos corría el año 83. Un mafioso de Ohio encontró a su delator en el bar del Savoy y Dick Bandy tuvo que hacer un viaje extra al perista. Después, desapareció.

El detective Fuller nos visitó un tiempo después con esa clase de noticias que deseas que no abandonen la morgue y una foto de Dick Bandy irreconocible bajo el flexo blanco del forense. Fuller le confesó a Ernie Loquasto que había aparecido una semana antes en el Potomac y que, para identificarlo, sólo habían tenido que seguir el rastro de los dientes que encontraron en sus bolsillos, hasta la puerta del local.

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